Celebrar un nuevo aniversario de la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata implica, necesariamente, una reflexión sobre la gesta emancipadora de principios del Siglo XIX, su carácter continental y unionista, como también la interrelación entre los distintos procesos que se fueron sucediendo en esos vertiginosos años.
Vamos a retroceder unos pocos años para contextualizar mejor el hecho puntual de la Declaración de Independencia del 9 de julio de 1816.
Por el Tratado de Valençay, del 11 de diciembre de 1813, Napoleón había reconocido a Fernando VII como rey. Las derrotas de los ejércitos franceses en España, la desastrosa campaña en Rusia y el triunfo de la Sexta Coalición en la Batalla de Leipzig, obligaron al Emperador a reconocer al monarca español.
Fernando VII, liberado y de regreso a España, promulgó, a mediados de 1814, un decreto donde restablecía la monarquía absoluta y declaraba nula y sin efecto la Constitución y toda la obra de las Cortes de Cádiz, que eran la expresión más cabal del liberalismo español. Así, el rey de España, liberado de la amenaza francesa, y después de haber liquidado a sus oponentes liberales, se abocó a organizar la reconquista y “pacificación” de sus colonias americanas.
En 1815 la política europea giraba en torno al Congreso de Viena. Derrotado Napoleón, el Antiguo Régimen pretendía reinstalarse. Las ideas de democracia, república o Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, tenían que ser borradas de la faz de la tierra. La Santa Alianza se había fundado con los representantes de los estados más reaccionarios: Prusia, Rusia y Austria. España se sumó por la vía de los hechos a esta política.
Con sus espaldas cubiertas por la Santa Alianza, Fernando VII pudo dedicar todos sus esfuerzos al intento de reconquistar la América española. Así es que preparó la imponente expedición militar que, en principio estaba dirigida a reconquistar las Provincias del Río de la Plata, a través del puerto de Montevideo, pero que luego cambió de destino para dirigirse hacia Tierra Firme (Venezuela). El cambio se debió a que, en mayo de 1814, los colonialistas perdían la plaza de Montevideo, tras el triunfo de la escuadra patriótica al mando del Almirante Guillermo Brown en la Batalla del Buceo. Los realistas se quedaron, entonces, sin la cabeza de playa necesaria para incursionar desde el Río de la Plata hacia el interior del continente.
El General San Martín, que ya bocetaba su plan de liberación cruzando la cordillera de los Andes hacia Chile para luego avanzar hacia Perú, centro estratégico del poder colonialista, consideró esa victoria como «la más importante hecha por la revolución americana hasta el momento».
.
Pero ese trascendental hecho, que beneficiaba significativamente a los patriotas sureños, comprometía aún más la precaria situación en que se encontraban las fuerzas revolucionarias en Venezuela. La poderosa expedición colonialista desembarcaría ahora en el norte de Suramérica. En abril de 1815, Morillo llegaba a Venezuela y unos meses después a Nueva Granada. A sangre y fuego irrumpía la expedición “pacificadora”.
¿Cuál era la situación de los revolucionarios para ese entonces en suelo venezolano?
El año 1814 había sido catastrófico para los patriotas. Tras la Campaña Admirable llevada a cabo bajo el mando de Bolívar, la Segunda República sucumbía por la contraofensiva de aguerridas tropas de llaneros lideradas por el asturiano José Tomás Boves. Hay que tener en cuenta que un sector importante del pueblo llano, compuesto por peones, jornaleros, esclavos, artesanos y pequeños productores rurales, veían con suma desconfianza y hostilidad a los hombres que conducían el proceso emancipador, que, en términos generales, eran quienes pertenecían a las clases más acomodadas de la sociedad colonial. Era el sector llamado “mantuano” o “amos del valle”, bloque social compuesto por criollos blancos, con enorme poder económico, pero con escaso poder político en comparación con el que monopolizaban los peninsulares.
Sobre esa contradicción es que Boves se montó para levantar a miles de llaneros del campo venezolano contra las fuerzas republicanas. A su vez, el asturiano, al permitir el exterminio de los blancos criollos y el saqueo de sus propiedades, capitalizó en favor del rey el resentimiento acumulado por décadas de los sectores más explotados, que descargaron su furia contra quienes habían sido sus opresores más inmediatos.
Pero esta contradicción, fundamentalmente tras la muerte de Boves en la Batalla de Urica en 1815, comenzó a diluirse ante varios hechos combinados, entre los que podemos destacar los siguientes: a) las promesas de Boves de reparto de tierras entre sus fuerzas no se verificó nunca; b) Morillo, cuando llega a Tierra Firme, manda a licenciar a la mayoría de las tropas de llaneros, por considerarlas indisciplinadas, anárquicas y peligrosas, y; c) las fuerzas republicanas, con Bolívar a la cabeza, habían comenzado a dar muestras fehacientes de un proyecto de reivindicación social, concretadas en 1816 con los decretos de abolición de la esclavitud. Es así que, mientras Morillo va reconquistando los territorios de Venezuela y Nueva Granada, Bolívar recompone, con el apoyo del presidente de Haití, Alejandro Petión, un fuerte ejército patriota, al que ahora se le sumará el grueso del componente llanero que antes lo había combatido. Si bien el año 1816 encuentra bien posicionado a Morillo y sus fuerzas, por otra parte, los patriotas republicanos, con avances y retrocesos, comienzan a infligirles significativas derrotas, y, como ya lo señalaba Bolívar en su famosa Carta de Jamaica, se verifica el desplazamiento de los llaneros hacia la causa independentista y republicana.
Mientras tanto, en el sur, el hecho de haber recuperado la plaza de Montevideo, impidiendo así la llegada de la expedición colonialista “pacificadora”, permite a San Martín dedicar todo su esfuerzo a preparar la expedición libertadora a Chile, que luego pasaría a Perú, mientras la guerrilla altoperuana y los gauchos de Güemes resistían las incursiones realistas provenientes de Lima.
San Martín desde la gobernación de Cuyo entendía, con justa razón, que era absurdo en el sur estar en guerra con España sin haber declarado la independencia. De ahí que le escribe a Godoy Cruz, uno de sus delegados al Congreso de Tucumán, que era necesario acelerar la declaración de independencia: “¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra Independencia!, ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte ¿qué relaciones podremos emprender cuando estamos a pupilo? Los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos. Esté usted seguro que nadie nos auxiliará en tal situación, y por otra parte el sistema ganaría un cincuenta por ciento con tal paso. ¡Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas! Veamos claro, mi amigo: si no se hace, el Congreso es nulo en todas sus partes, porque reasumiendo éste la soberanía, es una usurpación que se hace al que se cree verdadero, es decir, a Fernandito”. Los argumentos de San Martín son contundentes.
El 9 de julio de 1816, el Congreso de Tucumán declara, solemnemente, la independencia de las Provincias Unidas en Sud América.
Ahora, es bien significativo señalar un hecho al cual algunos historiadores no le han dado mucha importancia –tal vez por excesivo nacionalismo de “patria chica”–, pero que revela nítidamente, el intento de coordinación continental de las fuerzas revolucionarias que entendían la Patria como toda la América Meridional.
En mayo de 1816 el Congreso de Tucumán designa a Martín de Pueyrredón como Director Supremo de las Provincias Unidas. Tras entrevistarse con San Martín en Córdoba y acordar el Plan de Operaciones, el Director Supremo escribe, en noviembre de 1816, desde Buenos Aires, una carta y una proclama ¿Dirigida a quién? ¡Nada más y nada menos que a Simón Bolívar y a los habitantes de Costa-Firme! En la carta, Pueyrredón trata a Bolívar como “Señor Jefe Supremo de la República de Venezuela”; reconoce todos los esfuerzos que está realizando para liberar su territorio, se solidariza con los patriotas ante la acción del “bárbaro español y la sangre derramada”, manifiesta su profundo sentimiento de admiración hacia Bolívar y sus compañeros de armas y declara, en el marco de la “Unidad de la Causa”, el trato de iguales entre los habitantes de ambas regiones.
Asimismo, en la proclama “A los generosos habitantes de tierra firme en Sud América”, donde los llama “compatriotas”, Pueyrredón, consciente del Plan de Operaciones trazado, y aventurando un objetivo que recién ocho años después se materializará, señalaba: “Llegará el día en que coronado de laureles, vayan a unirse nuestras armas triunfantes llevando desde los extremos del Continente Austral al centro oscuro donde mora en sus últimas trincheras el despotismo agonizante, la paz, la fraternidad y la libertad: objetos adorados de tantos anhelos y de tantos trabajos”. Termina la proclama: “¡Compatriotas de Tierra Firme! Que el pronto cumplimiento de tan venturosos presagios, y los esfuerzos decididos que empleemos en realizarlos, sean el más seguro garante de nuestra amistad, y que cuantas veces tengamos el inexplicable gozo de saludarlos, celebremos esta dicha dando nuevos e inmortales días de gloria a nuestra Patria”.
Todos conocemos la respuesta de Bolívar un año y medio después. También una carta y una proclama. Esta última finaliza de la siguiente forma: “Habitantes del Río de la Plata: La República de Venezuela, aunque cubierta de luto, os ofrece su hermandad; y cuanto cubierta de laureles haya extinguido los últimos tiranos que profanan su suelo, entonces os convidará a una sola sociedad, para que nuestra Divisa sea Unidad en la América Meridional”.
Nuestra historia es, entonces, una historia en común, donde triunfos y derrotas fueron compartidos por nuestros pueblos como un solo pueblo. La consigna de hoy, como ayer, sigue siendo Unidad e Independencia.