Era el 6 de diciembre de 1914. El Ejército Libertador del Sur, compuesto por campesinos y al mando de Emiliano Zapata, junto a la División del Norte, encabezada por Francisco Villa y cuyo componente principal eran peones y campesinos, entraban triunfantes en la ciudad de México después de cruentas y feroces batallas.
Eran miles de campesinos y peones rurales, unos a pie y otros a caballo, todos portando sus respectivas cananas y su carabina 30-30. Muy pocos llevaban uniforme militar, solo algunos de la División del Norte, los famosos Dorados, y otros oficiales, entre ellos el general Felipe Ángeles y el propio Pancho Villa. En la inmensa columna de Emiliano Zapata, la mayoría calzaba huaraches, pero había también quienes iban descalzos. Las bandas musicales de ambos ejércitos hacían gala con sus corridos y rancheras, “La Adelita”, “La Cucaracha”, “La Valentina”…
La sorpresa en los rostros era de ambas partes, tanto de los soldados revolucionarios, que apenas levantaban la vista ante la multitud que los observaba y ante el impacto que les provocaba ver una ciudad tan importante, y de esa multitud citadina que por primera vez veía a aquel pueblo en armas que ya hacía cuatro años se venía desangrando en una terrible lucha contra la oligarquía y los asesinos de Madero.
Los ricos de la ciudad y los no tan ricos pero que ambicionaban serlo, no dejaban de mostrar una mueca de espanto ante el paso del pueblo armado. Los oligarcas y ricachones no podían entender como esa “chusma” entraban en “su” ciudad, y les aterrorizaba la idea de que sus propiedades podrían estar en peligro. Cada grito de “Viva Zapata” o de “Viva Villa” retumbaba en sus oídos como los clarines del juicio final. Ante la total impotencia sólo les quedó aferrarse a la resignación y a la espera.
Pero al pasar las horas y observar la disciplina y corrección de las fuerzas revolucionarias, una suerte de alivio alentó a los de levita. Más tarde, cuando esas tropas armadas recorrieron algunas casas de gente rica para pedir, con mucha humildad y respeto, algo con que saciar su hambre, los ricos se dieron cuenta que aún no les había llegado su hora. Ese pueblo en armas, que tenía el poder en sus manos, no era consciente de ello. Sus grandes sombreros aludos, seguían inclinándose ante los poderosos para pedir limosna.
Los revolucionarios no fueron conscientes que podían llegar a alcanzar el poder para ejercerlo. Lo tuvieron, por unos días, pero no se dieron cuenta… Los oligarcas, que sí se dieron cuenta de que los pobres no se habían dado cuenta, respiraron con alivio.